Cuando tenemos nuestro corazón levantado y puesto en Dios, entonces nuestro corazón es un verdadero altar, aplacamos su justa indignación por la mediación de un sacerdote, que es su unigénito; le ofrecemos sangrientas víctimas cuando peleamos valerosamente en defensa de las verdades de su incontrastable fe hasta derramar la sangre y rendir la vida en testimonio de estas verdades indefectibles; quemamos y le ofrecemos un suavísimo incienso cuando, postrados ante su divina presencia, nos abrasamos en su santo e inefable amor...