Aquí estoy sentado ahora, cerca del desierto y ya tan lejos otra vez de él, tampoco para nada desértico aún: sino engullido por este pequeño oasis — justo abrió bostezando su agradable hocico, el más bienoliente de todos los hociquitos: ¡entonces caí dentro, abajo, a través — entre vosotras, encantadoras amigas!
-La mesa está servida -gritó alguien, y todos acudimos en busca de la sopa bienoliente, y de las copas en que una mano enguantada de blanco vertía el viejo Jerez.
Sus bellos ojos lánguidos, de color tenebroso e indeciso, parecían violetas cargadas aún de las densas lágrimas de la tempestad, y sus labios, entreabiertos, pebeteros cálidos, de los que se exhalaba un bienoliente perfume; y cada vez que suspiraba, insectos almizclados iluminábanse en revoloteo al ardor de su hálito.